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Con este artículo de José Vicente Pretel Garrido inauguramos las colaboraciones en esta página sobre historia de Villapalacios que comenzó su andadura en diciembre de 2007. El amigo José Vicente ha recogido parte de la historia de su familia vinculada con el cine que hubo en Villapalacios desde finales de los años cuarenta del siglo pasado; un ejemplo de emprendiduría y una iniciativa que aportó vida cultural a Villapalacios y sirvió para que muchos de sus habitantes conectaran con el mundo exterior por primera vez. Jose Vicente lo ha escrito en primera persona, porque habla de su familia y de su experiencia personal. Una primera persona que se ha respetado, igual que el resto del texto que ha escrito. La mayoría de imagenes también son suyas. Otras son del día en el que visitamos el edificio donde arrancó esta historia de película y que sigue vinculado con su familia. Gracias José Vicente por tu aportación y por compartir esta iniciativa de tu familia.
Historia de Villapalacios. Temas.
Los dos cines María Cristina de Villapalacios
12 de octubre de 2020. Por José Vicente Pretel Garrido
Fotomontaje de una sala de cine con un fotograma de Locura de amor,
dirigida por Juan de Orduña en 1948, con
Aurora Bautista y Fernando Rey; uno de los primeros títulos que se vio en el cine María Cristina de Villapalacios.
La construcción en Villapalacios de un cine fue idea de mi tío Emilio Pardo Sopelarte. Por aquel entonces no había cines nada más que en las capitales de provincia, y no en todas. A Emilio se le ocurrió la idea que sus paisanos también tenían derecho a ver las películas de moda, y por eso convenció a sus primas hermanas, Carmen y Flora, para que fuesen ellas las que explotasen ese negocio. Les dijo que él correría con todos los gastos iníciales y que cuando empezasen a ganar dinero ya se lo irían devolviendo, como así fue.
Mi abuela Joaquina, la madre de Flora, tenía unas casas viejas en la calle Quevedo esquina a Colón y allí hizo un gran edifico de dos plantas, la planta baja para vivienda y la planta de arriba para instalar el nuevo cine.
El edificio era majestuoso para aquella época, con 17 metros de largo por 9,40 metros de ancho daba una superficie de casi 160 metros cuadrados. El salón del cine tenía una altura de casi cinco metros, con tres balcones a la calle Quevedo y tres ventanas altas. En la calle Colón tenía un balcón que daba a la cuesta del Hospital y una ventana alta que ventilaba la sala de la máquina de proyección.
Le pusieron el nombre de cine María Cristina, porque así se llamaba una de las hijas de Emilio, María Cristina Pardo de Unceta, nacida en el 1948.
El edificio que se construyo a finales de los años cuarenta para acoger el cine Maria Cristina en la calle Quevedo esquina a Colón de Villapalacios. La ventana superior de la fachada de la calle Colon, daba a la sala de máquinas. / JOSÉ VICENTE PRETEL
Por lo tanto, el cine estaba en la planta principal de la calle Quevedo número uno, a la que se accedía mediante una empinada escalera. Era un gran recinto rectangular, con bancos de madera, y delante de la gran pantalla de tela blanca había un escenario para poder usarlo en los diferentes espectáculos de teatros y revistas.
En la parte de atrás había otra escalera que llevaba a la sala de la máquina de proyección y, en ese nivel, se encontraba el gallinero que, al estar tan alejado de la pantalla y tan alto, era más barato que el patio de butacas (bancos de madera quiero decir). En la sala de la máquina había una pequeña ventana, que daba a la calle del Hospital, para ventilar el recinto que se calentaba mucho con el calor desprendido por la linterna.
José Vicente Pretel bajando por las empinadas escaleras que llevaban al cine María Cristina. / J. Á. MONTAÑÉS.
Un día estando yo en esa sala viendo como mi padre ponía los rollos de película, le pregunté para qué servía esa palanca que había delante de la linterna, y él me contestó que para cortar el fuego. Aquello se me quedó grabado en la memoria para siempre.
Mi padre, Fructuoso, sería el operador cinematográfico, y se fue a Madrid a aprender el manejo de la máquina y a sacarse el carnet del Sindicato de Operadores de Cine con lo que le dieron el número uno para la provincia de Albacete. El tío Desiderio sería el acomodador del cine, y Carmen y Flora, junto con Angelita, serían las taquilleras para vender las entradas.
La primera noticia localizada del cine, por ahora, es de octubre de 1949. En ese año, el Ayuntamiento acuerda la cantidad a pagar por el impuesto de Usos y Consumos a los diferentes industriales existentes y establece que:
El dueño del Cine Maria Cristina, veinticinco pesetas por función
Por lo que no hay duda de que en ese año el cine ya está funcionando. Queda corroborado al año siguiente cuando, en el calendario previsto para las fiestas de San Cristo de 1950, se dice que el día 14, que como es tradición comenzó con la diana, a las 7 de la mañana, en este caso con la Banda Municipal de Bienservida, terminaba, a las 11 de la noche, con una gran función
En el Salón Maria Cristina, proyectándose la película española LOCURA DE AMOR.
Es de hacer notar que "a la misma hora y en local aparte se celebrará una gran función de Teatro a cargo de una compañía de Variedades", por lo que los de Villapalacios tenían oferta doble de cine y teatro, el mismo día y a la misma hora. Unos privilegiados.
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Borrador para el programa de fiestas de 1950 y cartel de la película Locura de Amor, de Juan de Orduña,
que se proyectó en Villapalacios durante las fiestas de ese año. / Actas Archivo Municipal de Villapalacios.
Al año siguiente, según el programa de las Fiestas de septiembre del 1951, el año que nací yo, el cine proyectó durante los días 14, 15 y 16, (viernes, sábado y domingo) tres películas de moda más: La duquesa de Benamejí, estrenada el 26 de octubre de 1949, Currito de la Cruz, estrenada 5 de enero de 1949, y El milagro de las campanas, estrenada en Estados Unidos un poco antes, en marzo de 1948.
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Programa de las fiestas de 1951 y carteles de las películas que se vieron esos días: Currito de la Cruz y La duquesa
de Benamejí, estrenadas en 1949 y la protagonizada por Frank Sinatra, El milagro de las campanas, en 1948.
La máquina, fabricada por la misma empresa que también fabricaba motocicletas, era de lo mejorcito para aquel entonces, una OSSA VI para proyectar películas de 35 milímetros. En la linterna el foco de luz se obtenía mediante un arco voltaico, que funcionaba con dos lapiceros de grafito que al aproximarse soltaban una chispa eléctrica, este sistema daba muchos lúmenes. Delante de ese foco de luz tenía una palanca que al bajarla cortaba el rayo luminoso y ponía la pantalla en negro.
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Folleto para promocionar el proyector Ossa VI y una de las máquinas como la que había en Villapalacios.
Naturalmente solo se podía poner un rollo de película cada vez, y había que parar la máquina y cambiar el rollo para poder ver toda la película, con lo cual se tenían que hacer tres o más descansos, dependiendo de lo largo que era la cinta.
La máquina era muy delicada porque tenía muchísimas piezas que se podían desajustar con el más mínimo obstáculo y por eso era necesario que, cada cierto tiempo, viniese un mecánico "de la casa OSSA" para revisarla completamente. Aquel mecánico se llamaba Manolo y desarmaba completamente todos los rodillos y piezas móviles, las metía todas juntas en un recipiente donde previamente había puesto gas-oíl y las limpiaba delicadamente con un pincel, una vez limpias las volvía a montar y aquello funcionaba mejor que una máquina de coser. A mí me fascinaba el hecho que supiese, de memoria, donde iba cada pieza, como tardaba un día entero, en esa limpieza, comía en nuestra casa con toda la familia.
Siempre que se proyectaba una película era obligatorio proyectar al principio de la misma el NO-DO del momento, que era un reportaje ensalzando los logros conseguidos por el Régimen de Franco. Casi siempre aparecía Franco inaugurando algún pantano. ¡Dios mío cuántos pantanos inauguró aquel hombre! Gracias a Dios, y todavía se quedó corto.
Cabecera del No-Do de 1940.
En los cuarenta años de la dictadura de Franco se construyeron en España 615 pantanos. En los cuarenta años que llevamos de democracia, después de la muerte de Franco, tan solo se han construido 264 embalses, algo más de un tercio de los que hizo Franco, por eso siempre salía en el NO-DO con sus pantanos.
El precio de las entradas, en el cine era de cinco pesetas la general y tres pesetas en el gallinero, que estaba más alejado de la pantalla y además un piso más alto, al mismo nivel que la máquina de proyección.
En aquel cine hacía negocio mucha gente del pueblo: La Esperanza Alfaro, conocida como La Especiala, vendía pipas y golosinas con su gran cesta de mimbre bajo el brazo; Amador Membrilla, conocido como Chicharro, vendía las cuarenta cartas de una baraja española a dos reales, cincuenta céntimos cada una, lo que hacían un total de veinte pesetas, y sorteaba una pastilla de turrón, que valía diez pesetas; negocio redondo; Julio, conocido como El músico, hijo del Gordo de Ruperta, vendía tragos de agua de un enorme botijo a razón de una perra gorda, diez céntimos, cada trago por muy largo que fuese. Y el hermano Josete vendía sus artesanales y riquísimos Chambis, que eran unos helados de la mejor calidad. A ninguno de ellos les cobraban un arrendamiento o canon los dueños del Cine.
La Esperanza era la misma mujer de negocios que, todos los domingos, sacaba su carrito lleno de chucherías para venderlas en la Plaza, que era la delicia y el imán de todos los niños del pueblo. Cuando un niño se acercaba con un billete de cinco pesetas para comprar pipas, que solamente valían una peseta, el billete no tenía solución, porque la Esperanza empezaba a ofrecerte toda clase de chuches hasta que completaba el importe del dinero que llevases, fuese mucho o poco. Mi hija Marta decía que quería tener un carrito como el de la Esperanza, y cuando le decíamos que era imposible porque solamente ella tenía la exclusiva de venta en la Plaza, decía que quería heredarlo cuando la Esperanza se muriese. ¡Qué cosas!
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Esperanza Alfaro y su cesta de mimbre en la que vendía todo tipo de golosinas un día de feria o festivo de Villapalacios
y Josete con su puesto para vender chambis, unos riquísimos helados que solo el sabía hacer.
/ FOTOS DEL GRUPO DE FACEBOOK DEL HOYON AL HUECO Y DEL CIENTO A MATACENILLAS.
Sabido es de todos, que el invierno astronómico no comienza, todos los años, ni el mismo día ni a la misma hora, eso es para compensar el desfase lunar que provocan los años bisiestos cada cuatro años. En 1957 el invierno comenzó el sábado 21 de diciembre a las diez horas y veintinueve minutos de la mañana. Por aquel entonces los inviernos eran fríos de verdad, no como los de ahora que son templados y apenas se nota el frío.
A las once en punto de esa fría mañana de sábado, los dueños del María Cristina, encendieron la gran estufa para calentar, o por lo menos atemperar, el enorme recinto del cine. La encendieron con chispe, restos que quedan una vez prensadas las aceitunas, con la intención que por la tarde estuviese bien caliente para la función que había de representarse por la pareja cómico-musical formada por Margot de Monique y Llilberto, venidos directamente de Madrid, los cuales eran asiduos del María Cristina y hacían las delicias del público.
La gran estufa estaba construida con un bidón de chapa de 200 litros y el chispe era el que les había correspondido por la moltura de su aceituna en la fábrica de aceite de Gregorio Resta, en la calle que hoy conocemos como del Depósito. Aquel chispe era una torta negruzca, tirando a marrón, que estaba prácticamente impregnada de aceite que, naturalmente, ardía a las mil maravillas. ¡Cuánto aceite tiraríamos a la lumbre con aquel chispe!
Margot era una bella vedete que cantaba canciones picantes que su pareja Llilberto se encargaba de corear y amplificar haciendo comentarios jocosos. Cuando se retiraba a su camerino, para cambiarse de vestuario, siempre subía al escenario algún espectador para bajar el micrófono todo lo posible, con lo cual cuando Margot volvía a ponerse delante de él tenía que agacharse para subirlo y, naturalmente, se le veía un poco más de escote, lo que hacía las delicias del público masculino que Margot sabía potenciar astutamente.
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La vedete Margot de Monique, que actuó en Villapalacios en el salón cine Maria Cristina, en dos momentos de su carrera,
y un cartel anunciando su participación en un "super-espectáculo" en Villena en 1974.
La función estaba programada para las seis de la tarde y tenía prevista una duración de dos horas, por lo que se terminaría sobre las ocho de la tarde que ya era bien entrada la noche. El María Cristina tuvo que colgar el cartel de "no hay billetes" ya que el recinto se llenó completamente porque el tirón de Margot era muy fuerte al ser de sobra conocida por el público, principalmente, masculino.
Los dueños del cine no se dieron cuenta, cuando les instalaron esa gran estufa, que el tubo de salida de humos estaba rozando una de las formas de madera que soportaban el tejado, y había veces que se ponía al rojo vivo, recalentando la madera con riesgo de incendio. El tubo de salida de humos estuvo caliente doce horas seguidas, desde las once de la mañana hasta las once de la noche, y ocurrió lo inevitable.
Esa noche del 21 de diciembre, ya pasadas las once, mi primo Pepe, que vivía justo en la casa debajo del cine, se sentó delante de su chimenea para descalzarse y calentarse los pies antes de acostarse, cuando vio que por la chimenea bajaban unas pavesas encendidas, y de inmediato comprendió que en el cine se había declarado un incendio.
Según nos ha contado Remedios Rodríguez Linares, la Reme, ella celebró su boda con Aníbal Rodríguez, Anibetal, el lunes siguiente día 23 de diciembre ya que en aquel entonces en España, Católica Apostólica y Romana hasta la médula, las bodas no se podían celebrar en domingo porque éste había que destinarlo, exclusivamente, al servicio de Dios, y dos días antes se quemó el cine, por lo que tenemos bien documentada la fecha del incendio. Un poco más y le arruinan la noche de bodas.
Mi primo Pepe salió corriendo para avisar a su padre, que estaba en el casino regentado por Gregorio Pajares Soro, en la calle Cervantes, muy cerca de su casa.
Pasadas las once de la noche de aquel sábado 21 de diciembre de 1957, en el casino no había ningún albañil, en aquel momento, por lo que el tío Desiderio y mi primo Pepe se fueron a buscarlo al Bar que había, entonces, en la casa de la Sofía de la calle Condes de Paredes esquina a Hernán Cortés, allí encontraron a Carlos García Muñoz, conocido como “Pascal el hijo de volcatrenes”, que era albañil y estaba tomando café, o lo que fuese, con su sobrino José Muñoz Membrilla, conocido como el Menda, y su amigo Eduardo Pastor Linares.
Desde la puerta gritó: “¡el cine se está quemando!”. No tuvo que decir nada más, porque entonces la gente del pueblo era muy solidaria con el tema de los incendios, salieron corriendo y de paso llamaron a otro albañil, Belmonte, que vivía justo al lado del Cine. Pusieron una escalera de madera en el solar colindante, frente a las Escuelas, y fue Carlos el primero que subió, levantó algunas tejas y vio que todo el hueco del tejado estaba en llamas. Se volvió y le dijo a su sobrino Pepe: “no se puede hacer nada, vamos a procurar que el fuego no se propague a otras casas”.
Ya habían tocado las campanas, con un toque arrebatado que anunciaba fuego, y la gente del pueblo acudía a raudales, cada uno con su propio cubo, dispuestos a ayudar en la extinción del incendio. Además, desde mitad de los años cuarenta el Ayuntamiento contaba, como sistema para combatir los incendios "con un buen número de cubos de zinc", según respondió en unos de los cuestionarios que les enviaron desde la Dirección General de Administración Local. Todos concentraron todos los esfuerzos en proteger la Sala de la Máquina y la casa de Belmonte que era la única vecina.
El Menda y Eduardo estaban en la parte de arriba de la escalera, recogiendo los cubos llenos de agua y pasándolos a los albañiles, que caminando por encima de las paredes se jugaban la vida, literalmente, envueltos en llamas. Al pie de esa escalera estaba Ignacio Rodríguez Martínez organizando a toda la gente que había. Ese hombre fue el auténtico gestor de los recursos existentes: dividió a la gente en hombre y mujeres, a los hombres los puso haciendo una fila desde el pilón de la Plaza por la calle Cervantes hasta el Cine por donde iban llegando, de mano en mano, los cubos llenos de agua. A las mujeres las colocó en otra fila que por la calle Conde de Paredes volvían, también de mano en mano, los cubos vacíos en dirección al Pilar.
Me cuenta mi amigo Julio Quijano Resta que como era muy pequeño para pasar cubos, solamente tenía nueve años, pensó que para ayudar en algo podía repartir tragos de agua; cogió un botijo de su casa y lo llenó de agua, en el caño del pilar, con el que recorría las filas para dar de beber agua a la gente que estaba cansada y sedienta. Esa fue su valiosa contribución, de motu propio sin que nadie se lo ordenase, lo que da una idea de lo arraigado que estaba, entonces, el sentido de la solidaridad entre los vecinos. 63 años después, le doy las gracias por su generoso gesto.
Los cubos llegaban en un ritmo constante hasta Eduardo primero y el Menda después, cuando estaban muy cansados pedían el relevo y eran sustituidos por otros hombres que les mandaba Ignacio. Aquellos dos valerosos muchachos se convirtieron, pasado el tiempo, en Médico Pediatra y Brigada de la Guardia Civil, respectivamente, siendo éste último quien me relató lo vivido en primera persona de todo lo aquí reflejado. Seguro que hubo muchas actuaciones igual de valientes, pero es muy difícil encontrar, después de 63 años, a un testigo directo.
Mi padre se metió en la Sala de la Máquina a través de una pequeña y altísima ventana que da a la cuesta del Hospital, mediante una escalera de madera, y a fuerza de cubos de agua logró salvar del fuego el valioso proyector. Ahora me da vértigo solo con imaginarme aquella larga escalera, supongo que serían dos o más unidas con cuerdas, subiendo cubos llenos de agua por ella.
Sobre las tres de la madrugada el fuego quedó totalmente controlado, y en el pilón de la Plaza no quedaba ni una sola gota de agua. Los grandes peces que había, casi todos eran barbos, los trasladaron a una caldera de cocer las morcillas para salvarles la vida, pero la gente no regresó a sus casas, se quedaron sacando bancos de madera, medio chamuscados, a la calle, recogiendo palos, limpiando las calles, agrupando los cubos para que cada cual recogiese el suyo, o descansando y comentando el pavoroso incendio. Afortunadamente éste fue el último gran incendio de Villapalacios.
Estado actual del primer piso donde estuvo el primer cine, después de dividir el espacio en dos salones. Y a la derecha, la planta superior, donde estaba el proyector, con el nuevo forjado que se hizo después del incendio de 1957. / J. Á. MONTAÑÉS.
Yo, que no había cumplido los siete años, viví ese incendio encerrado en mi casa al cuidado de la vecina de arriba, Argelia, que no me dejaba salir. Me desesperaba porque creía que yo solo podría apagar el incendio dándole a una palanca de la máquina, tal como me había enseñado mi padre, pero la Argelia no nos dejaba, ni a mí ni a mis hermanas, pisar la puerta de la calle. Tardé mucho tiempo en reconocer que mi esfuerzo habría sido inútil porque aquella palanca podría cortar el fuego de la máquina, pero no podría apagar un incendio.
Recuerdo ver llegar a mi padre y a mi madre, ya de día, a nuestra casa. Mi padre parecía un carbonero, tenía quemaduras y estezones por todo el cuerpo. Mi madre lloraba, pero decía que era de alegría porque no había habido ninguna desgracia personal. A mi tía Carmen, que estaba acostada en su casa debajo del cine y con una pierna escayolada, la habían tenido que trasladar a casa de la tía Engracia para protegerla del incendio, porque existía el riesgo que al caer el tejado encima de su forjado lo colapsase matando a los habitantes de su casa.
Al día siguiente algunas personas, bastantes, venían a mi casa a reclamar su cubo, porque ya no quedaba ninguno para recoger. Mi madre se fue al comercio de Jesús Quijano y le compró todos los cubos, de zinc, que tenía y les dio un cubo nuevo a todo el que se lo pedía. Decía que era lo menos que podía hacer por sus paisanos que se habían dejado la piel para apagar el fuego de su Cine.
Una vez extinguido el incendio solamente quedó con tejas el espacio donde estaba la máquina de proyección, todo lo demás, tejas, palos y trozos de cielo raso con yeso y cañizos chamuscados se precipitó encima del forjado de la casa de la tía Carmen, pero afortunadamente éste aguantó el sobrepeso y no se colapsó.
Lo primero que hicieron, antes de reconstruirlo, fue desmontar la máquina de proyección, y trasladarla pieza a pieza a una habitación que teníamos en la planta primera de mi casa de la Plaza, donde esperó un tiempo hasta que finalmente la volvieron a montar en el nuevo cine. Los trabajos de restauración empezaron inmediatamente, porque la tía Carmen tenía que volver a su casa y no podía hacerlo hasta que no fuese segura. Volvieron a reconstruir nuevamente la cubierta para lo cual hicieron un tabique longitudinal en el centro del patio de butacas, o mejor dicho de bancos, para apoyar un nuevo forjado y formar una gran cámara, que hasta entonces no tenía. Con ese planteamiento se quedaron dos grandes salones en el primer piso con grandes balcones a la calle Quevedo y a la fachada Sur. Esos espacios los alquiló, durante mucho tiempo, mi tía Carmen que era su propietaria, al Frente Nacional de Juventudes, posteriormente también se los alquiló a los Talleres del PPO, y no recuerdo que los volviese a alquilar, ahora son dos grandes salones fantasmas por donde el viento y los ratones campan a sus anchas.
Imágen aérea de Villapalacios en los años setenta, con el edificio que acogió el segundo
cine María Cristina encuadrado en rojo. No sabemos si estaba en uso en ese momento.
Pasados dos años del incendio del cine decidieron construir un nuevo edificio para lo cual compraron, a Josefa Quijano Coronado, un solar de 438,60 metros cuadrados en el sitio del Quiñón del Lavadero por un importe de 21.930 pesetas según el contrato firmado el 14 de enero de 1960, siendo los testigos del mismo Gregorio Pajares y Teodoro Navarro.
Por el presente hago constar yo Josefa Quijano Coronado haber recibido de mi convecino Desiderio Muñoz Montano la cantidad de VEINTIUNA MIL NOVECIENTAS TREINTA PESETAS (21.930), importe de cuatrocientos treinta y ocho metros cuadrados y sesenta centímetros, del solar que le he vendido de mi propiedad en el sitio Quiñón del lavadero, para edificar el local del cine.
Asimismo, hago constar que por debajo de la edificación Desiderio Muñoz Montano tiene dos metro de solar incluidos en los anteriormente citados, a lo largo de toda la edificación para servidumbre de este edificio.
Y para que conste y le sirva de justificante, le firmo el presente en Villapalacios a catorce de enero de mil novecientos sesenta.
Josefa Quijano
Gregorio Pajares
Teodoro Navarro
Le encargaron la obra al mejor albañil del pueblo, Abrahán, y lo recuerdo estar por la noche en mi casa enseñando el dibujo que había hecho donde se veían las gradas dibujadas en perspectiva. Aquel hombre era todo un maestro de obras, él hacía los planos, dirigía la obra y la ejecutaba. Un todo en uno, como los maestros del Renacimiento que sabían de todo. En muy breve espacio de tiempo quedó el nuevo cine construido, también se llamaba María Cristina, duplicaba con creces las mediadas del viejo cine, con sus 33,90 metros de largo y 13,70 de ancho arrojaba una superficie de más de 464 metros cuadrados y la altura casi llegaba a los seis metros. A esa calle la bautizó el ayuntamiento como la calle del Cine. Era impresionante, debajo de las gradas había una enorme sala a la que llamaban la Sala de Fumar, los bancos ya no existían, en su lugar había unas cómodas butacas, de madera, que construyeron los carpinteros de Génave.
Estado actual del edificio construído para acoger el segundo cine María Cristina de Villapalacios, en la calle del Cine de Villapalacios. Son cuatro cuatro viviendas situadas en el piso superior y varios locales, entre ellos la farmacia de la localidad. Hasta la última reforma de la fachada se podía ver todavía la taquilla para las entradas, en la pared de la izquierda de piedra.
El nuevo edificio lo construyeron aprovechando el terraplén que había en esa calle, que entonces era solo un cantón, por lo tanto, enterraron la mitad y la otra mitad sobresalía del nivel de la calle. Al entrar se accedía directamente a la zona donde estaba la sala de la máquina, y a través de dos escaleras laterales, una a cada lado, se bajaba al patio de butacas. La taquilla estaba a la izquierda de la puerta de entrada (y hasta la última reforma de la fachada de este edificio allí continuó). Debajo de esta plataforma, y a nivel del patio de butacas, se encontraba la Sala de Fumar, porque durante la proyección de la película estaba prohibido fumar. Las dos últimas filas del patio de butacas estaban reservadas para los Guardias Civiles y sus familiares, que entraban totalmente gratis, nunca supe por qué, sería para llevarse bien con los civiles porque te podían buscar un lío en cualquier momento. En aquellos tiempos había cuartel con teniente y unos diez o doce números (guardias civiles) con lo cual ese "familión podría pasar muy bien de las treinta personas".
La venta de entradas, de las que había que guardar los talonarios vendidos, se controlaba por la Asociación General de Autores, para pagar el correspondiente impuesto. Los delegados de esa Asociación fueron, primeramente, Aníbal Rodríguez, el maestro, y después Gregorio Pajares Soro, el rojo, que estaba casado con la tía Alice prima hermana de mi madre, que a su vez era el estanquero y el encargado de correos. Naturalmente entraban gratis, así como el resto de su familia, y tenían su sitio reservado. También tenían entrada libre, el alcalde y su familia, y todos nuestros primos y familiares, si a eso le unimos los niños que se colaban, cholaban decían ellos, sin pagar casi siempre por la ventana de la Sala de Fumar, resultaba que casi la mitad de los espectadores no pagaban nada de nada, aun así, era un buen negocio.
En la Sala de Fumar, había una especie de Bar, y allí se colocaba el tío Josete con su sobrina para vender los deliciosos chambis que eran los mejores helados del mundo de fabricación artesanal.
En ese cine trabajamos casi toda la familia, había que barrerlo y limpiarlo después de cada función, y el equipo de limpieza éramos los pequeños. Yo me dedicaba también a montar los rollos de las películas, ya que venían en doce o catorce latas redondas de metal y metidas en un saco de una tela muy resistente, como la de los costales de trigo, cada rollo tendría unos veinte centímetros de diámetro, y había que montarlo en tan solo tres o cuatro rollos de unos 40 centímetros de diámetro. Se montaban a mano y se pegaban las cintas de celuloide con acetona. Después de la proyección había que desmontarlas y volver a colocarlas en sus pequeñas cajas.
Las películas se compraban, mejor dicho se alquilaban, a los representantes de las distintas productoras que periódicamente iban de pueblo en pueblo visitando a los propietarios de los cines. No todas las películas tenían el mismo precio, que estaba en función de lo exitosas que eran y así, por ejemplo, para alquilar Ben-Hur te colocaban un paquete de diez o doce películas mucho más baratas. Pero si querías una buena película tenías que tragar, sí o sí, con toda la morralla. La productora española más importante era Cifesa, después estaban las americanas como la Metro, Izaro Films, etcétera.
Las películas muy largas, como Los Diez Mandamientos o Ben-Hur, se proyectaron en dos sesiones diferentes, o bien tarde y noche o en días seguidos, y en cada sesión solamente se proyectaba la mitad de la película, si querías verla completa tenías que volver a comprar otra vez la entrada.
Carteles de Los Diez Mandamientos y de Ben Hur, dos clásicos que también vieron
en Villapalacios en su momento y dos películas que había que ver, por su duración en dos días.
Influía mucho la censura de aquel momento, cada película venía clasificada para el público al que estaba destinado, pero en realidad solo se distinguían entre: Tolerada y No tolerada. El señor cura párroco, don Miguel González López, a pesar de la censura avisaba en el sermón correspondiente de la conveniencia o no de ver la película de turno y eso influía en los espectadores, pero lograba el efecto contrario. Si don Miguel recomendaba no verla, eso suponía que habría mujeres y se vería carne, lo que lograba que las más religiosas no fuesen, pero sí casi todos los hombres.
En la Plaza y en la placeta del Correo se colocaba una cartelera con distintos fotogramas de la película anunciada, además de una pizarra donde con un pincel y gacheta de harina se escribía tanto el título como la clasificación de la película. Yo era el encargado de escribir esa pizarra.
Un grupo de jóvenes posa en la placeta del Correo, en la puerta del comercio
de Jesús Quijano, delante de la cartelera con las películas de ese momento.
/ ARCHIVO JOSÉ QUIJANO LINARES QUIJANO, REQUE.
Había un problema con el suministro eléctrico. El arco voltaico, con el que se obtenía el foco de luz, consumía una gran cantidad de electricidad de la cual apenas disponía Villapalacios. En aquel entonces la corriente eléctrica provenía de la fábrica de la luz de Salobre, propiedad de un tal Alarcón, o bien de Arroyo Frío, que era más potente y más segura. La corriente llegaba en alta tensión, a través de una precaria línea sujeta con palos de muy mala calidad, a la fábrica de la luz de Villapalacios, que en realidad era la casa del electricista Carrasco donde estaba instalado el transformador para pasar la alta tensión a la baja tensión.
Desde ese transformador salían dos líneas: una para el alumbrado doméstico del pueblo y la otra que iba directamente al Cine María Cristina. Fueron muchas las noches que la máquina del cine se paraba porque no recibía la potencia eléctrica suficiente. Cuando eso ocurría mi primo Pepe iba corriendo a la casa de Carrasco para que le diese más potencia y el sistema, o truco, pasaba por poner unos papeles o cartones en la pinza de las cuchillas que suministraban electricidad al pueblo con lo que se aumentaba la que iba para el Cine. Naturalmente Carrasco, su cuñado el Fran, que hacía las veces de ayudante, y toda su familia tenían entrada gratis en el Cine para que no faltase nunca la electricidad necesaria.
Antes de proyectar la película, esperando que el público entrase y se acomodase, ponían música en un estupendo picú, (pick-up en inglés) así se llamaba entonces a los tocadiscos, con unas agujas intercambiables de zafiro que se gastaban con mucha facilidad. Me dice María Resta, Mariqueta, que recuerda con mucho cariño dos canciones de Gardel que ponían antes de las películas y que acabamos todos aprendiendo de memoria:
Y todo a media luz, que es un brujo el amor,
A media luz los besos, a media luz los dos.
Y todo a media luz, crepúsculo interior,
Que suave terciopelo la media luz de amor.
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Adiós, muchachos, compañeros de mi vida,
Barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mí hoy emprender la retirada,
Debo alejarme de mi buena muchachada.
Adiós, muchachos. Ya me voy y me resigno...
Contra el destino nadie la talla...
Se terminaron para mí todas las farras,
Mi cuerpo enfermo no resiste más...
Las paredes del Cine María Cristina estaban decoradas con multitud de pasquines, recordando las películas que se habían proyectado, o anunciando las próximas proyecciones. Los pasquines son un dibujo pintado, impreso o grabado en un papel, cartón, plástico, etc., que se pone en un lugar público para anunciar algo. Se clavaban con clavos de zarzos a los que se les ponía un trozo de cartón para que no se rompiese el papel, como las paredes eran tan duras, costaba mucho trabajo colocarlos. Estos son algunos de los que recuerdo:
Algunas de las películas que se pudieron ver durante todos esos años en el cine María Cristina de Villapalacios.
Ese cine María Cristina fue un buen negocio durante bastantes años hasta que, con el auge de la televisión, empezaron a disminuir los espectadores y a finales de los sesenta, o principios de los setenta, tuvieron que cerrarlo, como muchos otros cines en España.
La máquina se la vendieron a unos titiriteros que pasaron por el pueblo, recuerdo que el precio de venta de esa máquina fue de veinticinco mil pesetas, y acabaron vendiendo el edificio a Manuel Montano Morales, por la cantidad de un millón quinientas mil pesetas, según contrato firmado el 6 de octubre de 1979, actuando de testigo Francisco López, el Suave. Manolo lo reformó, amplió y construyó viviendas para venderlas y todavía sigue viviendo allí.
Y así fue cómo en nuestro pueblo, Villapalacios, pudimos disfrutar de un buen cine durante más de dos décadas, desde finales de los años cuarenta hasta principios de los años setenta, gracias al espíritu emprendedor de mi tío Emilio Pardo.